Hace muchos años, demasiados para recordar una fecha
exacta, el pueblo nuan vivía al sur de la tierra de Mener, en una zona agreste
y cálida, pero que producía agua y comida suficientes para alimentar a cada
tribu. Los nuan contaban os días tranquilos y sin más sobresaltos que el de los
ocasionales conflictos que surgían entre cada poblado. No había nada que
alterase su paz; el sol surgía cada mañana por el mismo lugar, calentaba la
tierra hasta hacerla quemar, y volvía a ocultarse. Los chamanes cuidaban del
pueblo con su sabiduría y sus conjuros, como guías espirituales de las
divinidades, haciendo todo lo que éste dictase.
Pero
un día, los nuan entrecerraron los ojos, buscando abarcar más con su mirada.
Desearon saber qué tierras se escondían al norte. Una antigua leyenda,
transferida por cada generación de chamanes, decía que en aquella dirección se
encontraba el Paraíso; una tierra abundante en alimentos, bañada por un río tan
caudaloso que nadie había visto jamás su fondo. Un lugar en el que no tendrían
que volver a invocar las lluvias en temporada de sequías, ni a resguardarse en
la sombra a mediodía.
De
este modo, los nuan decidieron unir fuerzas, solucionar las pequeñas
diferencias que distanciaban a cada tribu, y unirse en un objetivo común:
hallar el Paraíso. Miles de familias emprendieron un éxodo hacia el norte,
guiados por un centenar de chamanes, en un viaje que se extendió durante
semanas. Hasta que, al fin, los ojos de los vigías captaron algo a lo que no
lograron ponerle nombre: era el gran río de las leyendas, tan largo que
desaparecía sobre la línea del horizonte, y a su alrededor creía tal cantidad
de vegetación que la tierra se tiznaba de verde. Se trataba de una visión que
arrebataba el aliento.
Saltando
y cantando de alegría, los nuan corrieron a su Paraíso. Pero cuando refrescaban
sus cuerpos en las aguas cristalinas del río, cuando se deleitaban con el
sedoso tacto de la hierba; cuando, cansados del viaje, llenaban sus pulmones
con una brisa apacible, los sorprendió un acontecimiento que no esperaban.
No estaban solos.
Allí vivía otra gente. Una nación que
los triplicaba en número, y mucho más avanzada. Los nuan les tendieron la mano,
pero aquellos hombres les devolvieron una mirada altiva, una sonrisa desdeñosa…
y un latigazo.
El pueblo Nuan
Taii fue esclavizado por los habitantes de su paraíso; la poderosa Méner.
Hombres y mujeres, niños y ancianos fueron obligados a realizar trabajos de una
dureza tan extrema que en los primeros días cientos terminaron muriendo de pura
extenuación. Cada amanecer, el Paraíso los saludaba con su belleza, pero al
poco tiempo el aire se llenaba con el restallido del látigo, con los gritos de
los afligidos y con el llanto de los que habían visto rotos sus sueños. Los
nuan maldijeron el día de su llegada, maldijeron las leyendas, la religión, la
tierra… y también maldijeron a la fuerza divina que, como una macabra burla,
había decidido conducirles hasta aquel horroroso lugar.
Maldijeron una y otra vez, con cada orden de sus capataces, con cada muerte de sus
compatriotas. Maldijeron sin cesar, y su corazón se endureció. Con el paso del
tiempo, los nuan dejaron de recordar el sentido de las plegarias, de la
misericordia. Habían comprendido que no había más Paraíso que el que uno debía
forjarse, y que para alcanzarlo era necesario poseer un espíritu de fuego,
inconmovible y dispuesto a enfrentarse a cualquier peligro. Asimilaron que
cualquiera que deseara un lugar para el descanso de su alma debía luchar para
ganárselo. De este modo, entrenaron sus cuerpos en la doctrina de la
supervivencia ante cualquier riesgo y en la esencia de la lucha, que no se halla
en el filo de una espada, ni en el material con el que se fabrica una coraza,
sino en la rabia pura, en la fuerza pura, y en el ánimo puro de no dejarse
vencer...
Jamás.
Pobres Nuan... :_(
ResponderEliminarDe verdad que dan penita sigo creyendo que merecen un hálito de esperanza.
Un saludo