martes, 5 de marzo de 2013

El designio de los huesos

Hoy os traemos otro de los relatos que tenemos pensado incluir en el manual de reglas y que está en relación con otro de los relatos que ya colgamos: La séptima nación. En esta ocasión cuenta la historia de un nuan llamado Ulluta Elhimi. Los personajes de esta nación se caracterizan por un carácter fuerte y por el amor al combate como medio de purificación espiritual.   El pasado trágico de su nación fue descrito en El espíritu de fuego de Nuan Taii primera y segunda parte.

Que lo disfrutéis:

***

           Ulluta Elhimi sentía las hebras del Akan tirando fuerte de su cuerpo; siempre había sido así. De niño, los espíritus de los antepasados nuan que habitaban en su interior se presentaron ante su conciencia, le hablaron al oído y le confesaron que en el pasado habían sido grandes guerreros. Durante la adolescencia, los mismos espíritus le enseñaron a pelear con la espada o la lanza, e incluso desarmado; y a defenderse no sólo parando con el escudo, sino mediante la velocidad, adelantándose a los movimientos del enemigo y esquivando.
Guerrero Antiguo, por Cellophane
            Pero los antepasados guardaban aún mayores secretos para él, conocimientos del mundo, del ayer y del mañana, y la sabiduría para triunfar en una guerra que, según advirtieron, se encontraba próxima. Por desgracia, estos secretos eran demasiado poderosos para transmitirse a través del Akan. Hacía falta un vínculo mayor, una comunión física. Por esta razón los antepasados le instaron a que buscara sus restos por toda Aleiea.
            Ulluta escapó de sus dueños y huyo de la ciudad de Ábidos, donde vivía como esclavo. Recorrió el desierto de Méner hacia el éste, alcanzó las misteriosas pirámides y se adentró en el peligroso Yermo Rojo, la tierra que no tenía más dueño que la propia muerte. Allí descubrió que, en el pasado, sus espíritus habían teñido de carmesí la tierra peleando quien sabía contra qué fuerzas. Por alguna razón todos habían recorrido el mismo camino que él transitaba ahora: una senda al interior del Yermo en busca de respuestas, en busca de un destino que era guardado por el antepasado más antiguo, y, de algún modo, enterrado en el largo cómputo de los siglos.
Todos ellos habían fallecido. Ahora le llegaba el turno a Ulluta.
            El sol del Yermo abrasaba durante el día; la tierra carmesí parecía bullir a su contacto, pero Ulluta no se detuvo. No moriría de sed, ni de hambre o de cansancio. Un nuan no podía encontrar el final de sus días de una forma tan deshonrosa. No... la lucha había sido siempre el camino hacia el Paraíso, donde quiera que éste se hallara, así que únicamente se permitiría exhalar el alma durante un combate.
            En medio mes de viaje por aquella tierra hostil, Ulluta descubrió cuatro restos de antepasados. A la jornada número veinte sus pasos le condujeron a la entrada de una cueva. Había llegado. Lo sabía. En el interior de la tierra le esperaba los huesos del más antiguo de los nuan, aquél cuyo espíritu le transmitiría su destino, su razón de ser en Aleiea. Sin pensarlo más, tomó el fémur que le servía de arma, se armó con el escudo y se preparó para entrar.
            Estaba a punto de poner el pie dentro de la caverna cuando escuchó un ruido en el interior. Algo se acercaba. Algo grande y pesado, pero muy veloz…
            Saltó atrás justo antes de que las fauces del varano se cerraran en torno a su cuerpo. El monstruo mordió el aire con una dentellada que resonó con un chasquido estremecedor. Se trataba de un Varano del Yermo Rojo, una criatura de grandes proporciones a la que Ulluta tendría que derrotar.
            El varano corrió hacia el exterior, dejando ver un cuerpo de casi quince metros de largo. Era alto como una casa, lo suficiente como para acobardar a todo un grupo de héroes, pero no a un nuan cuyo cuerpo ya hervía con la rabia de sus espíritus guerreros. Todos sus antepasados miraban ahora a través de sus ojos y tensaban cada fibra de sus músculos, listos para destrozar a la criatura o morir con honor. El varano giró sobre sí mismo, barriendo con su cola piedras y matojos, y levantando una enorme polvareda, pero Ulluta esquivó el golpe rodando hacia atrás; luego, tomando impulso, cargó hacia la criatura, corrió bajo sus patas y clavó el extremo afilado de su fémur en el vientre. El varano chilló de dolor, mientras el arma le abría una brecha. Las entrañas se esparcieron por la tierra. El monstruo tembló, pero aún no estaba vencido. Retrocedió dos pasos, encaró a Ulluta y de un solo bocado lo devoró.
            Ulluta se encontró dentro de un húmedo y maloliente paladar. El varano hacía esfuerzos por tragarlo, pero el nuan se resistió. Volvió a clavar su arma, esta vez en la lengua, y cuando la criatura chilló pudo saltar fuera de su boca.
Varano del Yermo Rojo, por Joaquín Riezu
        El varano escupía sangre y se tambaleaba pisándose sus propios intestinos. Ulluta, sudoroso y jadeante, lo observó impasible durante unos instantes, y luego, dejando salir un grito desgarrador y tomando carrerilla, saltó sobre su hocico y golpeó con todas sus fuerzas justo entre los ojos. Se escuchó un fuerte crujido. El varano gimió. Ulluta sabía que acababa de partirle el cráneo, pero no se detuvo. Golpeó con su fémur una segunda vez, una tercera, una cuarta, una quinta… ¡cada vez con más fuerza!, ¡cada vez con más rabia! La piel fue desgarrada, el cráneo saltó en decenas de esquirlas, y sólo cuando los mismos sesos impregnaron la piel del nuan, éste se detuvo.
            Bañado con los restos del animal, Ulluta observó su captura. El varano había muerto. Tras derrotar una bestia semejante el Paraíso debía hallarse más cercano. Sin duda.
            Con la grasa de la animal, el tronco de un arbusto y unos trapos consiguió hacerse una antorcha. El interior de la cueva apestaba a heces de lagarto y a muerte. Por todos lados, y en diferentes estados de descomposición, aparecían los restos de su dieta, pero Ulluta sabía que buscaba un cadáver concreto, unos restos que llevaban allí más tiempo que la criatura que había hecho un osario de aquella caverna.
         Avanzó hasta las profundidades, donde los túneles se abrían formando una caverna amplia y espaciosa. Allí buscó hasta hallar un túnel angosto, demasiado pequeño para que un varano cupiera por él. Fue necesario que se arrastrara a gatas abriéndose paso a través de cortinas de telarañas, pero al final de un largo tramo, la luz de su antorcha iluminó una habitación de sillería, construida por manos humanas en una época que se perdía en el tiempo. En el centro había un sarcófago que –lo supo- custodiaba al que quizás fuera el único nuan que había recibido sepultura en toda Aleiea.
            Con gran esfuerzo retiró la tapa, descubriendo al primero de sus antepasados, aquél que había vivido hacía cientos de años. Quizás fuera de los reyes que condujeron a los nuan al éxodo, o tal vez alguien que vivió mucho, mucho antes. Alguien que exploró tierras desconocidas en una época en la que su pueblo aún creía en las promesas del Vano.
Ulluta extendió la mano y tomó una de las falanges de aquel venerable nuan, y en aquel momento tuvo una visión. Contempló guerra y muerte, unas tierras fértiles, llenas de árboles y cubiertas por un manto de vegetación; un pueblo desconocido que se enfrentaba a un mal muy superior y un enemigo poderoso; no del todo humano, pero tampoco de procedencia monstruosa. Una nación sedienta de dolor, unos contrincantes despiadados a los que había que detener.
            Así le habló su antepasado.
            Ahora Ulluta sabía cuál era el sentido de su existencia, la llave al Paraíso. Su destino.

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